Excelsior
El escritor Juan Eduardo Zúñiga ha fallecido este lunes en Madrid a los 101 años. El autor más ruso de nuestros prosistas, como lo ha definido Luis Mateo Díez, porque hacía del oído su materia de creación literaria, como él mismo defendía. Esa era su bandera artística, la que protegió en su maestra trilogía del relato breve y bélico: “Largo noviembre de Madrid”, “Capital de la gloria” y “La tierra será un paraíso”. Tres libros compuestos por 34 cuentos, publicados en 1980, 1989 y 2004. Sí, el oído de Zúñiga le ha hecho humanizar las consecuencias de la barbarie de la Guerra Civil, sin abandonar nunca el bando de los perdedores. Nadie fotografió la Guerra Civil como lo hizo él.
Gracias a él, la historia de la literatura española sabe que no se puede ser escritor sin intentar atrapar la vida, sin ser capaz de oír no solo los matices de la lengua, “sino también los repliegues del corazón”, decía. Por eso le interesó más el drama que la comedia, por eso más las personas que sufren y pueden ser vencidas por la vida. Por eso desmigó el caudal de sentimientos que cada uno de sus seres ocultaban bajo una vida opacada, en la Guerra Civil y la dictadura. Egoísmo, desolación, pasiones, miedos, ilusiones y revanchas en la sencilla luz de gentes sin atisbo de heroicidad. Lo pueden encontrar en el relato “Invención del héroe”, sobre el fracaso de la esperanza de una población desahuciada.
Eso es lo que le ha convertido en un autor de culto e, irremediablemente, en oculto, que no ha recibido el Cervantes, aunque fue galardonado con el Nacional de las letras españolas, en 2016. Cuando le concedieron este galardón apuntó en una entrevista con este periódico que La trilogía de la Guerra Civil fue “una travesía de Madrid, relacionándome con los personajes, no precisamente ejemplares, que no se adscribieron a ninguno de los dos bandos que estaban en contienda, sino que vivían en soledad, con mala conciencia por no tener un compromiso”.
Zúñiga aprendió de Chéjov su habilidad para describir con habilidad, con valentía y ternura las escenas que ante él suceden. Pero lo que más le llamó la atención del autor de La gaviota fue su anhelo para escapar, para cumplir con su necesidad de intimidad y su deseo de soledad, con la que dedicarse a ser escritor. Adoraba la obra que va desde Turguénev hasta Pushkin, Gorki o Tolstói. Lo ruso manda en la biblioteca de su casa. De ellos le separa la perspectiva alegórica en su realismo. Opera con precisión, austeridad y resistencia sobre la cotidianidad. Y así fue siempre. Su claridad sin fanfarrias ya se desveló en su primera novela, Inútiles totales (1951), autoeditada, que le permitió, según sus allegados, avanzar sin correr, sin plegarse.
“Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos, parecerá un sueño y nos extrañará los pocos recuerdos que guardamos”, puede leerse en el arranque de Noviembre, la madre, 1936, incluido en Largo noviembre de Madrid. La aparición, en 1980, de este libro de cuentos (junto con Mi hermana Elba, de Cristina Fernández Cubas) supone un hito en la historia de este género. Desde entonces, con la Transición en carne viva, Zúñiga es el albacea de las cuentas pendientes. Su obra desmonta el entierro de la memoria y los conflictos derivados de su ninguneo. Sus personajes nos avisan, dicen que todo pervivirá, que solo la muerte borrará “la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la contienda”. Lecciones entre cascotes y escombros, que no han caducado a fuerza de ningunearlas.